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BRASIL

El encantador de policías

Por Renato Sérgio de Lima · Fotos Alan Lima

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25 Enero 2022

En Brasil los presidentes no suelen hablar de seguridad pública porque no da réditos políticos. Jair Bolsonaro lo hace constantemente, pero no para afrontar las reformas estructurales que necesita un país donde se comente el 10% de los homicidios mundiales, sino lanzando promesas al aire para crear una tropa de votantes armados con vista a las elecciones generales de este año

A Jair Bolsonaro se le puede acusar con propiedad de muchas tonterías y disparates. Su administración es, según varias métricas, una de las más disfuncionales y caóticas que ha tenido Brasil. Hay varias esferas de la burocracia pública que están bajo ataque y debilitadas, lo que lleva a analistas, periodistas y científicos sociales a debatir continuamente la resiliencia de las instituciones democráticas. El problema es que, mientras estos analistas construyen sus tesis sobre el caos y la bravuconería bolsonarista —algunos minimizando el daño, otros sobreestimándolo—, al menos en un área del Gobierno el presidente actúa de forma planificada y metódica: en la seguridad pública. En este caso, no hay caos ni bravuconería. Es a través de las fuerzas policiales que Bolsonaro persigue su objetivo de destruir los cimientos de la Nueva República, creada por la redemocratización y la Constitución de 1988.

El presidente no surgió de la nada. Al analizar lo que está en juego en este momento, necesitamos mirar las bases sociales de la política y las relaciones entre el Estado y la sociedad brasileña. Para ello, es necesario partir de la premisa de que Bolsonaro representa no sólo una disputa entre valores autoritarios y valores democráticos —que es anterior a su administración—, sino también un choque de concepciones geopolíticas sobre qué proyecto de país debe ser seguido. Y que, por cierto, Bolsonaro también materializa en una disputa sobre el papel de las fuerzas policiales en el control del orden social.

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“Buenos ciudadanos y bandidos”

La administración de Bolsonaro no es la única responsable del momento que vivimos hoy, a pesar de su enorme contribución. El presidente cataliza distintos intereses particulares que ven en la universalización de los derechos humanos, civiles, políticos, sociales y ambientales algo que “no entra en el presupuesto”; algo exagerado en un país donde la ciudadanía sigue estando regulada en base a la estratificación social y racial de la población. El surgimiento del populismo de extrema derecha debe verse no sólo como una causa sino también como un efecto de la fragilidad democrática y nuestro antiliberalismo.

Las políticas adoptadas a partir de la Constitución de 1988 no lograron llevar a cabo reformas para democratizar la policía y orientar el accionar considerando la seguridad pública como un derecho fundamental, sino como una actividad exclusivamente enfocada a la persecución penal. Hubo varios intentos de modernizar la arquitectura institucional de la policía a lo largo de los años, pero ninguno de ellos llegó al núcleo de este sistema perverso, que reproduce patrones de funcionamiento que si no se basan explícitamente en la violencia, la aceptan como el lenguaje corriente de nuestras relaciones sociales.

La historia de Brasil siempre ha sido una historia de violencia y desigualdad, que separa a la población entre “buenos ciudadanos”, dotados de derechos, y “bandidos”, que deben ser perseguidos y eliminados. Reproducimos un típico ciclo latinoamericano de convivencia con altos índices de violencia: la región concentra cerca de un tercio de los homicidios del mundo, y Brasil, con el 3% de la población mundial, acumula alrededor del 10% de todos los asesinatos. Sin antecedentes recientes de conflictos armados entre países, Brasil y la mayoría de sus vecinos repiten un movimiento pendular, alternando cambios innovadores en la gestión policial y contrarreformas narrativas que reconstruyen la legitimidad de modelos policiales basados ​​en la guerra contra las drogas y la represión a movimientos sociales.

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Un sistema complejo y confuso

Ante este escenario, Bolsonaro aprovecha el ambiente disyuntivo en la seguridad pública para construir una simbiosis de narrativas entre su proyecto de poder y la identidad profesional de los policías brasileños. Una simbiosis que trata de reforzar el conservadurismo político de los miembros de la policía y, al mismo tiempo, estimular el protagonismo radicalizado de estos oficiales en la vida pública, de forma similar a lo que ha sucedido en Alemania, Bolivia, Chile, Colombia, Estados Unidos, Filipinas, Francia e India.

El presidente se fortalece en la amalgama de condiciones políticas e institucionales que dan forma a la desigualdad brasileña y son naturalizados por la mayoría de los policías. Al hacerlo, Bolsonaro los alienta a no cuestionar sus estándares de desempeño. Y reproduce ideas sobre el orden social que subyacen en el marco institucional de la seguridad pública. Es necesario aclarar: ¿qué marco es este?
Varias leyes, decretos, normas y reglamentos que rigen el trabajo policial en Brasil en la actualidad son anteriores a la Constitución y nunca se han modernizado. Por lo tanto, existe una gran brecha entre el discurso democrático y las prácticas cotidianas, donde se perpetúa el antagonismo entre la policía y las comunidades pobres, lo que resulta en un caldo de insatisfacción y frustración dentro de un marco fragmentado.
Brasil cuenta actualmente con 86 organizaciones policiales y 1.188 guardias municipales (estas últimas no tienen pleno poder policial y actúan de manera subsidiaria en la seguridad pública). Este número se debe a que Brasil es una República Federal y está organizada en tres niveles de gobierno: Unión, unidades de la federación (estados y Distrito Federal) y municipios.
La Unión es un ente federativo autónomo en relación con los estados y municipios que no se limita al gobierno federal, también está integrada por el Congreso, el Ministerio Público de la Federación, las Fuerzas Armadas, la Policía Federal y otros organismos. Corresponde a la Unión ejercer las prerrogativas de la soberanía del Estado brasileño. Las unidades de la federación se traducen en 26 estados más el Distrito Federal, territorio donde se encuentra la capital del país, Brasilia. Al final de la línea, las unidades de la federación suman 5.570 municipios que varían mucho en términos de población y posibilidades financieras.

Como federación, Brasil no tiene un órgano responsable de integrar y coordinar las acciones de seguridad pública. Todo debe ser consensuado entre las distintas esferas de poder y, durante este proceso, cada entidad termina caminando en la dirección que cree más adecuada y que casi siempre está alineada con la visión de que la policía existe exclusivamente para perseguir y arrestar. En teoría, los tres niveles de gobierno comparten (o deberían compartir) atribuciones de planificación, formulación e implementación de políticas. La policía, por su parte, tiene sus misiones definidas por competencias legales y territoriales.

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Según la Constitución, corresponde a la Unión editar en privado las reglas generales sobre organización, personal, material bélico, garantías, convocatoria, movilización, inactividad y pensiones de los policías militares y cuerpos de bomberos militares. Pero el artículo 144 dice que las policías militares están subordinadas a los gobernadores de los estados, y a ellos les corresponde editar las normas de dirección y administración. La confusión no acaba ahí. En ese mismo artículo, la Constitución dice que las policías militares son Fuerzas Auxiliares y de Reserva del Ejército, las cuales en virtud de una ley dictada durante la dictadura militar (1964-1985), tienen la prerrogativa de coordinarlas en materia de instrucción, vigilancia, coordinación y control.

En suma, el pacto federal establecido por la Constitución descuidó la gobernabilidad policial.

Esto terminó produciendo el cuadro de disonancia entre diferentes esferas del poder público que tenemos hoy, lo que favorece la fragmentación y el aislamiento de estas tropas: la policía hace lo que cree que es correcto sin que nadie los controle.

Este escenario también se debe a que, en las últimas décadas las demandas corporativistas y las percepciones policiales se han diluido en una especie de juego de suma cero. Los policías comenzaron a postularse para cargos políticos con el objetivo de desbloquear reformas e influir en el rumbo de la seguridad pública. Esta acción, sin embargo, se ve debilitada porque, si por un lado existe un consenso entre los policías sobre la urgencia de reformarse y valorar sus carreras, también existen grandes discrepancias sobre cómo hacerlo.

Los intereses de los representantes de las diferentes policías son muchas veces contradictorios (las agendas que defienden los delegados de Policía Civil son opuestas a las que defienden los oficiales de la Policía Militar, por ejemplo). El resultado es un sistema de veto perfecto, similar a lo que sucede entre países en el Consejo de Seguridad de la ONU. Es decir: todos están de acuerdo en la necesidad de reformas, pero no hay consenso sobre lo que se debe poner en marcha, entonces cada carrera veta la propuesta de la otra y nada avanza.

Ante esta situación de incertidumbre, la presidencia de la República, única fuerza política capaz de alterar la correlación de fuerzas en el Congreso, sólo toma iniciativas cuando la provocan crisis y crímenes espectaculares que repercuten en la prensa y redes sociales. Todos los expresidentes de la República desde 1989 intentaron no involucrarse directamente con la seguridad pública, dejando aisladas a las policías estatales y/o limitándose a dar apoyo financiero a las unidades de la federación. Muchos expresidentes sintieron que la seguridad era una agenda de los gobernadores y que no sería políticamente pertinente comprometerse con ella.

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Modelo Bolsonaro

Fue Jair Bolsonaro quien finalmente se hizo cargo del asunto, aunque retóricamente. Mientras sus antecesores mantuvieron las distancias, él asumió el discurso prioritario de la seguridad ciudadana para avivar las expectativas de la policía, que hasta entonces se habían visto frustradas por el tortuoso modelo de gobernabilidad. Su discurso autoritario, de eliminar a los “enemigos” y utilizar la violencia para realizar una especie de “limpieza moral” del país, tuvo gran adhesión en la clase policial. No es un grupo pequeño: considerando policías, militares en general y sus familias, este grupo está compuesto por aproximadamente 18,5 millones de personas.

Ayudado por la caída de la violencia letal en Brasil, fenómeno que ocurre desde 2018, Bolsonaro ha construido una narrativa política en la que se pone a sí mismo y a la policía, especialmente a los militares, en el papel de protagonistas en un ámbito en el que todos los expresidentes aparecieron sólo como adjuntos. En tres años de Gobierno hizo poco en concreto y no pocas veces desagradó a los intereses corporativos de la policía no militar. Aun así, Bolsonaro llegó a dominar el encuadre del debate público con propuestas absurdas, como autorizar a la policía a matar sin previa investigación; crear una ley antiterrorista que le permitiría reprimir los movimientos sociales; entre otros. Y aquí es donde muchos analistas pueden equivocarse. Como Bolsonaro no logra aprobar sus extrañas propuestas en el Congreso, muchos asumen que es débil y que los riesgos de un colapso democrático son pequeños.

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Para el presidente no es tan importante aprobar cambios legales en la institucionalidad de la policía. Al menos no en este momento. Lo que quiere es destruirla y para eso no es necesario proponer alternativas, sino invertir en tácticas de tierra arrasada y guerra asimétrica, que ocupan y se apoderan de las instituciones desde adentro. Con la vista puesta en ese objetivo, Bolsonaro entendió que dada la complejidad del sistema político brasileño, invertir en la conquista de la base policial es un cálculo electoral que le garantiza un piso cómodo de apoyo para las elecciones y que neutraliza la capacidad de otros posibles candidatos para reemplazarlo a él como rival del Partido de los Trabajadores y la izquierda en general.

No es sólo eso. También sabe que probablemente será el único candidato de la carrera presidencial que hable abiertamente sobre la seguridad pública y sus proyectos para la zona; los demás no deben guiar la reforma de este sector por el miedo reverencial que impone la policía. Es por eso que Bolsonaro puede prometer reajustes salariales a los policías federales y, cuando los administradores de las finanzas públicas impugnan esta promesa, culpará a otros y retrocederá sin esfuerzo. El presidente creó un modelo de gestión que lo exime de responsabilidad por las consecuencias de sus actos. Un modelo que fomenta la radicalización política y se nutre de la movilización de conflictos y contradicciones.

La radicalización de los policías en Brasil sólo se puede abordar con reformas sustantivas en la arquitectura de la seguridad pública, un tema que es muy poco probable que se lleve a cabo en 2022. De una forma u otra, queda un tema que debemos abordar: ¿qué queremos poner en el lugar del bolsonarismo si es derrotado en las elecciones de este año? La tendencia natural de la realpolitik es dejar todo como está y evitar fricciones. Sin embargo, necesitamos construir un proyecto urgente para ponerlo en práctica inmediatamente después de la campaña. Si esto no sucede, veremos que no hacer nada es lo mismo que alentar la reproducción de todo lo que hemos denunciado en las últimas décadas, incluido mantener al bolsonarismo como el gran espantapájaros de la seguridad pública.

Este artículo es una versión abreviada de un texto escrito originalmente para la colección Populism in Latin America and Beyond, editada por Anthony Pereira, del King’s College de Londres, con el título: El Brasil de Bolsonaro: el populismo nacional y el papel de la policía.

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